La crisis económica se ha enquistado en España de manera más intensa que en otros países, porque bajo ella hay una profunda raíz que no es económica. La verdadera crisis es cultural (o in-cultural). España no tiene unas instituciones éticamente sólidas, y esto atañe incluso a la propia Corona o a la presidencia del CGPJ (ciudadanos atónitos ante el vergonzoso espectáculo del caso Dívar), cuyas consecuencias son la autodestrucción del Estado (ver aquí). En España la corrupción es norma y esto hace imposible confiar en sus instituciones. Los que las controlan hacen de ese poder su propia patente de corso y el resto practica la picaresca, una puesta al día de las andanzas del Lazarillo de Tormes, a las que se le aplica el diminutivo de corruptelas.
Como consecuencia de este escenario, junto a importantes problemas de trato (maltrato) fiscal, en Cataluña crece un separatismo, no visceral, entre personas que hace algún tiempo pensaban que habría soluciones menos traumáticas que la independencia. La falta de perspectivas de un cambio profundo se corresponde con la falta de valores de la sociedad y se llega a la conclusión de que solamente con la independencia se puede solventar el problema. Es cierto que se minimiza, se ignora o se oculta la existencia de una notable corrupción local, pero la central es de tal magnitud que sirve también como tapadera de la propia.
Este desmoronamiento institucional está intensificando las fuerzas centrífugas de tal forma que la reacción centrípeta del BOE no va a poder mantener el equilibrio durante mucho tiempo (aunque en estos casos la unidad de tiempo sea una generación). Una segunda ronda de fragmentación de "Las Españas", esta vez de radio de acción más cercano, se aproxima. La descolonización española no acabó en el siglo XIX.